En aquellos días 11,12 y 13 abril de 2002, la soberbia de la ultraderecha nacional e internacional no asustó a los millones de venezolanos que habían votado por Hugo Chávez en 1998. Tampoco, el dolor de los inocentes masacrados, para justificar un golpe de estado, detuvo a la gente “de a pie” para ir a Fuerte Tiuna y a Miraflores para mostrar al mundo lo que era soberanía popular.
El ataque a traición, la sangre derramada y la complicidad de los medios de comunicación privados no previeron la decisión firme de los chavistas de impedir que se siguiera pisoteando la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela con autoproclamación de presidente, acoso a embajadas y persecución a funcionarios socialistas. Hasta muchos opositores sensatos no estuvieron de acuerdo con la acción ilegal de secuestrar al Presidente Chávez, acción totalmente en contra de los principios democráticos, sobre los que tanto alardeaban.
Paralelamente, el boca a boca, el “radio bemba” y los medios comunitarios y alternativos (éstos últimos con poco tiempo de conformados pero claros en sus funciones y objetivos), se convirtieron en la única vía para que la incertidumbre, las lágrimas e impotencia del pueblo fueran vistas en la mayor cantidad de países posible. Nadie se creyó el cuento de la renuncia porque sabían bien de qué estaba hecho el llanero, el arañero, que se había comprometido a devolverles los derechos que les habían sido arrebatados por los gobiernos puntofijistas.
Y así, en menos de 48 horas se concretó el retorno del Comandante Chávez al poder. Regresó no sólo por ser el legítimo Presidente de Venezuela, sino por ser el hombre hecho pueblo, la representatividad popular en carne y hueso. Desde entonces, ese hombre-pueblo se dedicó, más efervescentemente, a defender los valores bolivarianos en nuestra nación y la patria grande, hasta su último aliento de vida.